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La última noche

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Todo comenzó una noche de marzo en otoño. El viento corría extrañamente fuerte y traía aire inusitadamete tibio. Algo que jamás ocurrió en esta época del año, ni en ninguna otra en este clima. Con el avanzar de la noche el viento se hizo más y más fuerte y el calor del aire aumentó. Se escucharon fuertes ruidos dede el suelo y la tierra tembló levemente. Arthur se encontraba en casa, nervioso. A ratos salía al patio y contemplaba el cielo donde las estrellas brillaban grandes, cercanas, como nunca las había visto antes. Toda su calle estaba en slencio, aunque en la mayoría de las casas se veían luces. La gente tenía miedo. El ambiente olía a suspenso, a expectación suspendida. Tenía la sensación de que algo, algo que nunca había visto antes, iba a ocurrir esa misma noche. Regresó al interior y encendió el televisor. En un canal estaban hablando acerca de los terremotos y las probabilidades de que, nuevamente, uno de ellos tuviera lugar en el país. Todos estaban un tanto atemorizados desde el día anterior,  pues un sismo de 7 grados había remecido a algunas regiones cercanas .

Pero una cosa es el miedo colectivo, y otra muy distinta es sentirlo en el ambiente. En la noche, en el viento, en el brillo de las estrellas, en el contonearse de los árboles y sus ramas, en el silencio, en la espera. Arthur no sabía qué esperaba, pero tenía esa extraña sensación de que llegaría de todas formas. Dejó la televisión encendida, se dirigió a la ventana abierta y observó hacia afuera. La pesadez del ambiente había aumentado. Incluso se podía advertir cierto tipo de tensión en... en qué? ¿Acaso las plantas, las piedras, la tierra misma podían transmitir tensión? Eso fue lo que Arthur creyó. Respiró hondo, y la calidez del aire que llenó sus pulmones no le gustó. Se dirigió al baño para mojarse el rostro, pues no tenía sueño. 


Mientras se dirigía hacia allá sintió un ruido grave, profundo, como de engranajes de piedra de tamaño gigantesco empezando a girar bajos sus pies, muy, muy dentro del suelo. El ruido fue envolviendo todo a su alrededor, y sintió que el viento aumentaba su fuerza una vez más. Asustado, corrió hacia la ventana y sintió el aire, ahora caliente, que le golpeaba la cara. Miró al cielo y las estrellas brillaban con una luz perturbadora, aterradora. Sintió mareos, se tambaleó, ¿o era el piso que se movía bajo sus pies, bajo ese ruido ensordecedor que ahora lo dominaba todo y no le dejaba ni siquiera pensar? Se apegó como pudo a una de las paredes y avanzó, se movió sin rumbo, cayó al suelo un par de veces y se levantó, ¿o era el suelo el que lo dejaba caer y después lo hacía incorporarse? Y el ruido ese lo envolvía y ya no le dejaba pensar ni sentir ni oír nada, y ya no supo dónde era arriba, o adelante, ni cómo coordinar sus piernas y sus brazos, su sentido del equilibrio se desvanecía a cada momento, y perdió el control y cayó rendido sobre la alfombra.

Cuando despertó el sol estaba alto. Se incorporó con facilidad, como si hubiera dormido un sueño plácido y recuperador. Recordó lo sucedido la noche anterior. Vió el jarrón que había roto mientras trastabillaba a tientas, y el espejo que había trizado al chocar contra él. Todo lo demás estaba justo como el día anterior. Arthur se sentía animado. Un sentimiento de calma y tranquilidad lo rodeaba por completo. Se incorporó y salió a la calle. Observó el cielo limpio y soleado. Vio a su vecina regando sus plantas. La saludó cordialmente, y ella, sonriendo ampliamente, le respondió el saludo. Tenía una extraña luz en sus ojos, pensó. Se veía realmente feliz. Pensó en preguntarle cómo lo había pasado la noche anterior, si acaso todos sus hijos estaban bien, pero sintió que aquella pregunta estaría tan fuera de lugar como el preguntarle qué día era hoy. Eso pensó. Se despidió de ella y siguió caminando. Al avanzar unas pocas cuadras comenzó a ver que otros sí habían sido sacudidos  por los eventos de la noche anterior. Vio personas heridas, otras arrastrándose por la calle, tratando de llegar al almacén por un poco de pan. Más allá vio a a un hombre con la cara ensangrentada, que luchaba por abrir la puerta de una camioneta para subirse. En la  esquina de al frente una mujer apoyada contra un muro daba órdenes a sus dos hijos de que se cambiaran de ropa lo antes posible, pues tenían que ir a ver cómo estaban sus familiares. Sin embargo, Arthur no se detuvo.

 El paisaje no cambió a medida que él avanzaba. Al bajar el cerro donde vivía sólo veía más y más gente herida, maltrecha, alguna desconsolada, otra luchando por recuperar lo poco y nada que les quedó, casi ciegos a su presencia, pues lo miraban e inmediatamente lo ignoraban, algunos le hacían un gento de saludo pero nadie le pedía ayuda y, cosa extraña, tampoco él sentía que podría ayudarlos. Un par de veces se topó con otros que no parecían estar mal y que, al igual que él, caminaban observando a los demás con curiosidad pero sin detenerse. Arthur los saludó desde lejos y ellos le respondieron el saludo con un gesto amigable y una sonrisa.

Y mientras Arthur continuaba su paseo vio personas sufriendo, otras llenas de furia, algunas robando a los negocios del lugar, otras peleando, algunas corriendo y otras socorriéndose. Y aunque muchas lo miraban, ninguna demostraba curiosidad por aquel indivíduo que caminaba despreocupado por las ruinas de las calles y casas que alguna vez había sido su ciudad. Arthur quiso caminar por la ladera del mar, por donde alguna vez estuvieron las líneas de tren. El mar se veía tranquilo como un espejo. Los departamentos en construcción se habían derrumbado antes de ser terminados. Cruzó la avenida, cambió de rumbo, enfiló por varias calles hasta que divisó una casa. Sonrió.

Aquella casa estaba intacta, al igual que la de Arthur. Se acercó con calma y tocó a la puerta. Pasaron unos segundos y la puerta se abrió. Apareció una chica de piel blanca y cabellos largos. Tenía la misma mirada sonriente que la vecina de Arthur. La misma luz de felicidad que él vió en aquellas personas que se habían topado con él y que parecían no haber sido afectados por la catástrofe. El mismo resplandor que tenía  Arthur mismo en su rostro, aunque él no se había percatado de ello.

- Qué bueno que viniste - dijo ella, sonriente.
- Veo que estás lista. - se escuchó decir Arthur, con cariño.
- ¿Y hacia donde vamos ahora? - dijo ella, mirándole a los ojos con ternura
-  Volvemos a casa - dijo la voz de Arthur nuevamente.

Se pusieron en marcha en ese instante. Caminaban en silencio y un ambiente de paz los rodeaba. La luz del sol los envolvía. La luz de la felicidad brillaba en sus ojos. La luz de los que habían despertado. De los que habían traspasado el velo. La luz de aquellos que ya no volverían a padecer una vida mortal, ante quienes la eternidad abría sus puertas y les mostraba la dicha infinita y el camino de vuelta a la fuente.  La luz de aquellos que dejaban los planos materiales y se elevaban a las alturas. La luz de almas divinas en todo su esplendor.



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