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¿Abusos sexuales por parte del clero? Ninguna novedad

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Ultimamente los escándalos por abusos sexuales provocados por sacerdotes de la iglesia católica han estado a la orden del día.

¿Usted cree que esto es algo nuevo? ¿Que acaso el supuesto 'diablo' de la creencia cristiana está agitando las hormonas de los religiosos en estos timepos tan difíciles?

Pues, no.

Dejo a continuación unos párrafos del libro Confesiones, autobiografía de Jean Jacques Rousseau, muerto en 1778 (o sea, hace muchos años atrás...) en que cuenta lo ocurrió cuando, de adolescente, estuvo en un convento:

"Al día siguiente estábamos los dos sentados muy de mañana en la sala de juntas, y empezó a renovar sus caricias, pero con movimientos  tan violentos que daba miedo. En fin, quiso pasar gradualmente a las más extravagantes confianzas y forzar mi mano a hacer lo mismo. Yo me desprendí bruscamente lanzando un grito y, dando un paso hacia atrás y sin revelar indignación ni coraje, pues no tenía la menor idea de lo que se trataba, di a entender con tanta energía mi sorpresa y disgusto, que me  dejó en paz; pero, mientras daba fin a sus movimientos, vi dispararse hacia la chimenea y caer en tierra no sé qué de glutinoso y
blancuzco que me dió náuseas.


El deseo de contar a todo el mundo lo que había pasado me apremiaba. Nuestra vieja intendenta me dijo que me callase, pero yo vi que mi relato la habla trastornado mucho y le oía murmurar entre dientes: ¡Can maledet!, ¡brutta bestia! Como yo no comprendía por qué había de callarme, seguí divulgando el hecho a pesar de la prohibición, e hice tantos aspavientos, que a la mañana siguiente uno de los administradores vino a darme una reprimenda bastante viva, acusándome de comprometer el honor de una casa santa y meter mucho ruido por poco daño.

Prolongó su reprensión explicándome muchas cosas que yo ignoraba, pero que no creía él enseñarme, juzgando que me había defendido sabiendo lo que querían de mí. Me dijo, muy grave, que era un acto reprobado como la fornicación, pero que, por lo demás, la intención no podía ofender a la persona que lo inspiraba, y que no había que irritarse porque a uno lo encontrasen amable. Luego añadió sin rodeos que él había tenido el mismo honor en su juventud, y que habiendo sido  cogido en ocasión en que no podía oponer resistencia, no había encontrado en ello nada de cruel. Llevó su impudencia hasta valerse de las voces
propias, y, creyendo que la causa de mi resistencia era miedo al dolor, me aseguró que era un temor vano y que no había que alarmarse. 


 
Escuchaba yo a aquel miserable con tanta mayor sorpresa cuanto que no hablaba para sí, pareciendo que me instruía para bien mío. Su discurso le parecía tan natural, que ni siquiera procuró que estuviésemos solos, y teníamos allí un eclesiástico que no se sorprendía más que el otro. Esta naturalidad me produjo tal efecto que acabé por creer que era aquello, sin duda, una costumbre admitida en el mundo, que no había tenido ocasión de conocer hasta entonces. Esto hizo que lo escuchara sin enojo, aunque no sin disgusto. La idea de lo que
me había sucedido, y sobre todo lo que había visto, quedó tan profundamente impresa en mi memoria que todavía me daban náuseas de sólo pensar en ello. "

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