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Paseo en la ciudad

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Y en algunas ocasiones imaginaba que cada día era el nuevo episodio de una historia en que los hechos más inesperados podrían darse. Tener un encuentro casual, una suerte de congruencia de situaciones que tal vez hicieran que ocurriera quién sabe qué cosa.

Y en esos días solía caminar por las calles observándolo todo. Poniendo atención en la gente que pasaba de prisa, viviendo en sus propios mundos, corriendo contra su propio reloj y acudiendo a sus propios deberes, metidos en su burbuja al igual que todos los otros. Y estaban también los vendedores callejeros, curtidos por el sol gran parte de ellos, producto de los cálidos días de verano que templaban al cemento y sus habitantes. Y en esos días era más fácil sonreír, mirar las vitrinas de las tiendas buscando algo que le llamara la antención para pasar a preguntar adentro, o mirar a los perros que dormían perezosos la siesta en las entradas de las puertas o a los niños que pasaban tomados de la mano de su mamá mientras trataban de convencerla de que les comprara ese helado o aquél juguete.



Aunque más amigo de la tierra que del cemento, la ciudad también tenía cierto encanto, pensaba. Tal vez la brisa de esa tarde aumentaba la sensación mientras sus pensamientos viajaban miles de veces más rápido que los pasos que daba y en infinitas direcciones. Y los vehículos se movían al ritmo de Chinoy que cantaba "A una razón", el bullicio del mercado tenía por ambiente al Requiem de Mozart, en las tiendas de ropa sonaba la voz de Bruce Dickinson y en las calles más viejas se oían canciones de Marea.

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